viernes, 21 de septiembre de 2012

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Son los momentos en lo que no estamos juntos en los que me planteo con la suficiente objetividad y frialdad si es que se puede decir de este modo, cuál es la meta o el fin del camino. Ahora es cuando en mi cabeza resuenan todas esas cosas que hipotéticamente habré dejado si no hay un final feliz. Es tan fácil hacer una elección que nunca te detienes y piensas que pasará más allá del inmediato después, pero con el tiempo las consecuencias de esas decisiones no son más que una posibilidad entre mil que ocurre de forma inevitable, y natural. Lo complejo, quizá, es hacer que esa elección se convierta en la única elección adecuada. El hecho de que ocurran unas cosas u otras no tiene la más mínima importancia, las repercusiones de todo lo que hiciste o haces no significa nada. Tú le das el sentido a todo lo que ocurrió y ocurre, pero lo haces inconscientemente. Lo convencional que pasa a formar parte de tu vida diaria, es viajar preso del pánico por la incertidumbre de hechos futuros, sin tener en mente que nada tendrá significado al menos que tú se lo des.
Entonces te llega el momento, la iluminación, ese origen de coordenadas donde nada perturba el nacimiento de una idea real, clara, útil. Entonces por un segundo, mirando alrededor pero sin fijar la vista, parece que todo cobra la esencia necesaria que lo hace funcionar de la manera perfecta que en ese instante te apetecía. Pero sigues sin saber si es real, o si solo es un manto sobre la misma silueta que contemplaste una y otra vez en alguna otra ocasión.
No se trata de la duda sobre lo que es o lo que no es, se trata de la convicción necesaria y posible para que sea lo que tiene que ser. Hablo el poder de crear lo que queremos que exista en ese mundo pseudoperfecto  que sin apartar la vista de nuestro objetivo se presenta ante nosotros. Percibir lo que deseamos, con independencia de la procedencia o la naturaleza del estímulo. Es la locura que en algún momento necesitamos para evitar la cordura que nos arrastra hacia lugares donde jamás quisimos estar.
Esta es la perspectiva, la de que nada se trata de un balance matemático entre  pérdidas y ganancias, sino del valor abstracto de un balance no numerario. Sopesar el valor del cambio, y significar los términos en la medida en la que nos interese  sin la necesidad de exportarlo, sin la necesidad de comprobarlo, sin la necesidad de buscar el acuerdo, sino con el único fin de que sirva a un solo prósposito, que no es otro sino el de que funcione.
En estos términos la entrega total, no tiene matiz prospectivo con alternativas, sino un valor único, el valor que le hemos otorgado pragmáticamente. No es reduccionista, sino esencialista, en el sentido de que es el núcleo de algunos conceptos los que hemos de manipular para que sirvan. No hay plan maestro, sino, un conjunto desordenado de sensaciones que te llevan al miedo, al riesgo, al coraje, al pesimismo, al sueño….en tantas direcciones que desde la posición racional, jamás habría un avance unánimemente aceptado.  Entregarse, pues, supone bajo este prisma y en mi caso en particular, la forma más útil, sencilla, elegante, bella de estar en el espacio, ánimo y tiempo donde quiero estar. Es, valga la redundancia, particularmente práctico para reafirmar el lugar al que llegué y donde quiero permanecer así como la forma de existencia, y lo que podría ser más importante, para sentar la base de lo que quiero conseguir. Es posible, que más que lo que quiero conseguir, la idea sea, el marco donde quiero que ocurran todas esas cosas que quiero conseguir.

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